Un tronco seco ablandado por dos almohadones nos invita. Y buscamos. Podemos seguir el trazo de las ramas bajo el cielo. El sol construye su propio laberinto tras el filtro de las hojas. Si suena, el chistido seco de un colibrí nos habrá puesto cerca de la posibilidad de otro recorrido. Este vagabundeo con la imaginación elegirá hacer pie en las hojas, en las alas, en la luz. O puede detener su mirada en el gatito que dedica ingentes esfuerzos a perseguir su propia cola.

Que el gato encuentre su rabito y lo muerda es tan inmediato como la sorpresa dolida con la que se suelta. Pero pocos segundos después olvida o juega a que olvida y vuelve a correr tras de sí. Nosotros pasaremos los días en la misma ronda de encuentros de luz, mordidas de ramas y colibríes de olvido.

Quizás aquí, Bajo la rosa china, experimentemos algo de ello.

miércoles, 17 de abril de 2013

Un poema de Luis Cernuda


LÁZARO


Era de madrugada. 
Después de retirada la piedra con trabajo, 
Porque no la materia sino el tiempo 
Pesaba sobre ella, 
Oyeron una voz tranquila 
Llamándome, tal un amigo llama 
Cuando atrás queda alguno 
Fatigado de la jornada y cae la sombra. 
Hubo un silencio largo. 
Así lo cuentan ellos que lo vieron. 

Yo no recuerdo sino el frío 
Extraño que brotaba 
Desde la tierra honda, con angustia 
De entresueño, y lento iba 
A despertar el pecho, 
Donde insistió con unos golpes leves, 
Ávido de tornarse sangre tibia. 
En mi cuerpo dolía 
Un dolor vivo o un dolor soñado. 

Era otra vez la vida. 
Cuando abrí los ojos 
Fue el alba pálida quien dijo 
La verdad. Porque aquellos 
Rostros ávidos sobre mí, estaban mudos 
Mordiendo un sueño vago inferior al milagro, 
Como rebaño hosco 
Que no a la voz sino a la piedra atiende, 
Y el sudor de sus frentes 
Oí caer pesado entre las hierbas. 

Alguien dijo palabras 
De nuevo nacimiento. 
Mas no hubo allí sangre materna 
Ni vientre fecundado 
Que crea con dolor nueva vida doliente. 
Sólo anchas vendas, lienzos amarillos 
Con olor denso, desnudaban 
La carne gris y flácida tal un fruto pasado; 
No el terso cuerpo oscuro, rosa de los deseos, 
Sino el cuerpo de un hijo de la muerte. 

El cielo rojo abría hacia lo lejos 
Tras de olivos y alcores; 
El aire estaba en calma. 
Mas temblaban los cuerpos 
Como las ramas cuando el viento sopla, 
Brotando de la noche con los brazos tendidos 
Para ofrecerme su propio afán estéril. 
La luz me remordía 
Y hundí la frente sobre el polvo 
Al sentir la pereza de la muerte. 

Quise cerrar los ojos, 
Buscar la vasta sombra, 
La tiniebla primaria 
Que su venero esconde bajo el mundo 
Lavando de vergüenza la memoria. 
Cuando un alma doliente en mis entrañas 
Gritó, por las oscuras galerías 
Del cuerpo, agria, desencajada, 
Hasta chocar contra el muro de los huesos 
Y levantar mareas febriles por la sangre. 

Aquel que con su mano sostenía 
La lámpara testigo del milagro, 
Mató brusco la llama, 
Porque ya el día estaba con nosotros. 
Una rápida sombra sobrevino. 
Entonces, hondos bajo una frente, vi unos ojos 
Llenos de compasión, y hallé temblando un alma 
Donde mi alma se copiaba inmensa, 
Por el amor dueña del mundo. 

Vi unos pies que marcaban la linde de la vida, 
El borde de una túnica incolora 
Plegada, resbalando 
Hasta rozar la fosa, como un ala 
Cuando a subir tras de la luz incita. 
Sentí de nuevo el sueño, la locura 
Y el error de estar vivo, 
Siendo carne doliente día a día. 
Pero él me había llamado 
Y en mí no estaba ya sino seguirle. 

Por eso, puesto en pie, anduve silencioso 
Aunque todo para mí fuera extraño y vano, 
Mientras pensaba: así debieron ellos, 
Muerto yo, caminar llevándome a la tierra. 
La casa estaba lejos; 
Otra vez vi sus muros blancos 
Y el ciprés del huerto. 
Sobre el terrado había una estrella pálida. 
Dentro no hallamos lumbre 
En el hogar cubierto de ceniza. 

Todos le rodearon en la mesa. 
Encontré el pan amargo, sin sabor las frutas, 
El agua sin frescor, los cuerpos sin deseo; 
La palabra hermandad sonaba falsa, 
Y de la imagen del amor quedaban 
Sólo recuerdos vagos bajo el viento. 
Él conocía que todo estaba muerto 
En mí, que yo era un muerto 
Andando entre los muertos. 

Sentado a la derecha me veía 
Como aquel que festejan al retorno. 
La mano suya descansaba cerca 
Y recliné la frente sobre ella 
Con asco de mi cuerpo y de mi alma. 
Así pedí en silencio, tal se pide 
A Dios, porque su nombre 
Más vasto que los templos, los mares, las estrellas, 
Cabe en el desconsuelo del hombre que está solo, 
Fuerza para llevar la vida nuevamente. 

Así rogué, con lágrimas, 
Fuerza de soportar mi ignorancia resignado, 
Trabajando no por mi vida ni mi espíritu, 
Mas por una verdad en aquellos ojos entrevista 
Ahora. La hermosura es paciencia. 
Sé que el lirio del campo, 
Tras de su humilde oscuridad en tantas noches 
Con larga espera bajo tierra, 
Del tallo verde erguido a la corola alba, 
Irrumpe un día en gloria triunfante. 

- . - . -

Luis Cernuda: Las nubes. 1937-1938. En Luis Cernuda: La realidad y el deseo. Poesías completas. Editorial Séneca. México, 1940. 

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