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Ángel González |
Recuerdo a los indianos
de mi infancia.
Eran buenas personas, nos decían.
Donaban fuentes públicas
y grupos escolares a los pueblos
de donde
el hambre
los había expulsado cuando niños
de su débil reducto nutritivo,
defendidos
de la tuberculosis
sólo por el maíz y las patatas.
Regalaban también brillantes cálices
de oro a las iglesias,
coronas refulgentes a las vírgenes
de madera, y valiosas monedas
a las vírgenes otras: las de carne
--en cuya piel se demostraba cómo,
contra lo que pudiera suponerse,
hay cosas que mejora
la dieta anteriormente reseñada--.
Exhibían el oro en su sonrisa
(irresistible cuanto más dorada)
y se morían casi siempre pronto,
viejos joviales de adorable prótesis
y desastrosa próstata
/ --la sífilis
no era asunto sencillo en aquel tiempo.
Venían generalmente de La Habana.
Yo ignoraba, en los años
lejanos que hoy evoco,
los más elementales rudimentos
de Economía Política,
y no estaba a mi alcance, por lo tanto,
comprender los efectos y las causas
de aquella, en cualquier caso, generosa
conducta: hasta qué punto
tantas escuelas, fuentes y campanas,
todos esos molares e incisivos
de veintidós quilates,
tanta virgen,
oscurecían, lejos,
aquel paisaje opuesto de palmeras y cañas
de donde procedían,
secaban
en un lugar distante lo que reverdecían
en esta tierra nuestra, eran
aquí rumor y más allá silencio,
llanto remoto, muerte desterrada.
No obstante la ignorancia referida,
aquel infantil yo ahora evocado
ya entonces admiraba especialmente
a los que regresaban desprovistos
de todo resplandor:
los que traían
únicamente un resto de fatiga
entre las manos,
un equipaje sólo de nostalgia,
un patrimonio inútil de recuerdos
y el brillo del fracaso en la mirada
iluminando casi
una sonrisa apenas de tristeza.
ÁNGEL GONZÁLEZ. Tratado de urbanismo. Editorial Lumen. Barcelona, 1967 (tercera edición: 1985). Pp. 69-71.
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