Un tronco seco ablandado por dos almohadones nos invita. Y buscamos. Podemos seguir el trazo de las ramas bajo el cielo. El sol construye su propio laberinto tras el filtro de las hojas. Si suena, el chistido seco de un colibrí nos habrá puesto cerca de la posibilidad de otro recorrido. Este vagabundeo con la imaginación elegirá hacer pie en las hojas, en las alas, en la luz. O puede detener su mirada en el gatito que dedica ingentes esfuerzos a perseguir su propia cola.

Que el gato encuentre su rabito y lo muerda es tan inmediato como la sorpresa dolida con la que se suelta. Pero pocos segundos después olvida o juega a que olvida y vuelve a correr tras de sí. Nosotros pasaremos los días en la misma ronda de encuentros de luz, mordidas de ramas y colibríes de olvido.

Quizás aquí, Bajo la rosa china, experimentemos algo de ello.

domingo, 31 de marzo de 2013

Un poema de Santiago Sylvester


 


Mujer en la Esquina
De lo que se trata es del intercambio: ella tiene hambre,
yo no tengo conocimiento; y si cada uno espera que
caiga su ración del cielo, ya podemos despedirnos
sin aliviar la carga.
Siempre ha habido estos pactos: ella, con un naipe
distinto en cada caso, yo eligiendo la carta para ver
si acierto;
ella, yegua de Parménides llevándome camino arriba, yo
olfateando el rastro con precipitación;
y así, necesitados ambos de lo que el otro tiene y no
guarda para sí, buscamos lo excitable de la especie
para alcanzar el peso, la saliva del otro, la célebre
unión de las mitades.

Ella siempre con historias exitosas (todas tristes), y yo
atestiguando lo que he dicho:
      que si espera en la calle
      se debe al intercambio,
      si entra en el bar y llama por teléfono,
      si disloca hasta morir la mandíbula del alma
      y se ríe cuando corresponde llorar
      se debe al intercambio: esas partes separadas en busca de lo mismo.


Y es todo lo que sé.
Pero ella sabe más:
sin salir de la esquina
conoce el mar por el tripulante a deshora,
el mercado por el olor de una manos,
la vaca por el carnicero;
y si no quiere ni oír
hablar del corazón, acostumbrada
como está a la charla,
es porque sabe que ahí cruje la madera.

El corazón es puro esteticismo.

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