Hace días que no veo al poeta.
La última vez que lo vi tenía mala cara, es verdad;
ojeras,
no son buenas las ojeras;
muchas veces, son el preludio de algo más grave.
Hace días que no hablo con el poeta.
No es que lo extrañe,
--con todas las obligaciones que tengo,
pero me llama la atención que no hable,
justo él que tanta lágrima suelta hacía de sus palabras.
Hace días que no anda por aquí el poeta,
que la noche no está despierta
y que es un olvido la casa;
y no es que yo lo sienta,
que para mí, en definitiva, significa más descanso,
más reponer fuerzas y ser explotado,
pero me preocupo
como me preocuparía por la buena salud de cualquier
ciudadano, sea verdadero o ficticio o, como en este caso,
improductivo.
Quizá sentó cabeza,
finalmente,
consiguió un trabajo digno que consume su tiempo totalmente
haciéndolo desaparecer por completo;
o, quizá viajó,
finalmente,
a la gran ciudad luz, la de otro tiempo,
--¡Reine du monde!-- y se dejó dormir en un sueño,
junto a sus maestros y sus recetas;
o, quizá --¡Dios no lo quiera!-- se murió,
finalmente,
como se mueren los poetas y el mundo y todo en esta tierra.
Quizá,
o quizá no,
pero --¡ay!-- yo nada sabré hasta que no lo vea.
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